viernes, 18 de marzo de 2011

Quiero que seas tan débil como yo

Se sentía atraída por esa debilidad como por el vértigo. Atraída porque ella misma se sentía débil. De nuevo empezó a tener celos y de nuevo le temblaban las manos. Tomás lo vio e hizo un gesto que ella conocía bien, tomó las manos de ella entre las suyas para tranquilizarla, apretándoselas. Ella las retiró bruscamente.
-¿Qué te pasa? -dijo.
-Nada.
-¿Qué quieres que haga por ti?
-Quiero que seas viejo. Diez años mayor. ¡Veinte años mayor!
 Quería decir: Quiero que seas débil. Quiero que seas tan débil como yo.

(...)
Cada uno de ellos había creado un infierno para el otro, pese a que se querían. El hecho de que se quisieran demostraba que el error no residía en ellos, en su comportamiento o en la inestabilidad de sus sentimientos, sino en que no congeniaban porque él era fuerte y ella débil. (...)
Pero es precisamente el débil quien tiene que ser fuerte y saber marcharse cuando el fuerte es demasiado débil para ser capaz de hacerle daño al débil.


Tenía ganas de hacer algo para que ya no le quedara escapatoria.
Era el vértigo. El embrigador, el insuperable deseo de caer.
También podríamos llamarlo la borrachera de la debilidad. Uno se percata de su debilidad y no quiere luchar contra ella, sino entregarse. Está borracho de su debilidad, quiere ser aún más débil, quiere caer en medio de la plaza, ante los ojos de todos, quiere estar abajo y aún más abajo que abajo.

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